Sesión de apertura: La igualdad en valor de todos los seres humanos es imprescindible para la construcción de un mundo de paz.

Las Grandes Palabras y la letra pequeña. 

Se me invita hoy a participar en este encuentro y en esta conferencia de apertura con un título lleno de grandes palabras, y yo quisiera, antes de profundizar en su significado, reflexionar sobre algunas de las peculiaridades que tienen esos conceptos que no podemos dejar de “oír” en  “Mayúsculas”. Curiosamente las Grandes Palabras poseen la virtud de concitar la aquiescencia de todos, hasta tal punto que no encontraremos empresa social, movimiento cívico, partido o régimen político que no haya manifestado explícitamente su voluntad de caminar hacia el Progreso, la Libertad, el Bienestar, la Felicidad, la Justicia… Y sin embargo, basta echar un vistazo al pasado y al presente para comprobar que aquellos que dicen defender esos mismos valores no cesan de conculcarlos, o de comprenderlos de una manera tan torticera e interesada que acaban siendo lo contrario de lo que afirman ser. En el caso de quienes llevan a cabo sus acciones, únicamente deberemos confrontar los hechos con sus proclamas para comprobar hasta qué punto son falaces sus manifestaciones. Pero si se trata de propuestas de futuro, habremos de ser mucho más sutiles para discernir en el aura de las Grandes Palabras, la letra pequeña que quizás inadvertida pero pertinazmente las traiciona. Nadie defiende la desigualdad, la devaluación, la indignidad o la guerra como meta última y deseable de la humanidad, y sin embargo, de lo que cada uno entendamos por esas nociones y sus contrarias, dependerá que estemos hablando de lo mismo, o no. Así pues una advertencia: la larga distancia de la utopía, puede no dejarnos percibir los “detalles”, que a la postre la harán imposible.

La igualdad es un requisito imprescindible para construir un mundo más justo. Muchas veces se opone ésta, entendida como igualitarismo a la diferencia, a las diferencias. Pero ahí existe un deslizamiento semántico falaz, y de especial relevancia en la consideración de la igualdad entre los sexos. Como recordaba hace unos días mi amiga, la escritora y filósofa Victoria Sendón, en relación a los debates de los años 70 entre feminismo de la igualdad y feminismo de la diferencia, lo contrario de la igualdad es la desigualdad, no la diferencia. Y viene ello a cuento porque, en principio, no debería haber contradicción entre la igualdad jurídica y de hecho, y la reivindicación de los valores adjudicados hasta ahora a lo femenino, y es más: la exigencia de que la sociedad abandone una visión patriarcal, que constituye un ataque al desarrollo integral de ambos sexos. Ello implica una revisión de la historia, haciendo ver los logros de las aportaciones de las mujeres, una incorporación de éstos a los currícula académicos, una conceptualización del trabajo que no lo iguale a empleo retribuido, lo que implica una invisibilización de las tareas de reproducción doméstica y del cuidado que ancestralmente han venido realizando las mujeres y sin las cuales el funcionamiento social es insostenible. Un replanteamiento de los criterios de utilidad, éxito, relaciones personales, estereotipos amorosos y sexuales, del lenguaje. No se trata de añadir aspectos “femeninos” a un modelo supuestamente neutro pero que ha discriminado secularmente a las mujeres, sino de reformarlo de arriba abajo, y reconstruir un nuevo modelo de relación, de interpretación y transformación de la realidad. No es que faltara una pieza en el puzzle. Sino que todo el modelo para armar se había construido en función del lugar subsidiario y modesto que se adjudicaba a ese elemento, y si no queremos ser esa pieza que ajustaba en el diseño de otro, habrá que troquelar de nuevo los fragmentos, y el resultado del conjunto debe convertirse en algo completamente distinto.

Sólo somos iguales si somos iguales en derechos y ello posibilita ser diferentes, pero no si la diferencia implica desigualdad. Existen dos tipos de valoraciones de lo diferente, la que lo conceptúa como inferior, y esa es fácilmente denunciable. Sin embargo también observamos un enaltecimiento de la diferencia que pretende otorgarle una supuesta igual o mayor dignidad, pero que realmente encubre una desigualdad, y entonces en engañosa. La idealización de la mujer como más abnegada, sensible, entregada al servicio y cuidado de los otros, un ser más puro, y en el ámbito de la familia considerada como “el ángel del hogar” sería un ejemplo claro de ello. Tras una retórica de veneración, lo que suele esconderse es una no intercambiabilidad  de papeles, pues se apela a la diferencia sexual asentada en la naturaleza, para legitimar dos rangos bien distintos. Pero, ya lo dijo Simone de Beauvoir: la biología no es un destino, lo que la sociedad espera de los hombres y las mujeres, parte de la biología, no obstante se construye social e históricamente en unos modelos y estereotipos más complejos que van más allá del mero dato físico para condicionar expectativas, conductas, normas morales. En esta naturalización de los papeles sociales prescritos para cada sexo, da la casualidad que los roles asignados a las mujeres son los socialmente menos valorados, dejando el protagonismo, el liderazgo o la jerarquía a los varones. Y ambos imperativos, la obligación de ser dependiente y la de ser fuerte, pasan factura. Por ello la lucha contra el sexismo es una tarea común, y su superación solo puede convertirnos en seres humanos más plenos, que no niegan en sí mismos ninguna cualidad o dedicación, nos ayuda a comprendernos en todas nuestras dimensiones, más allá de patrones arbitrarios.

Así pues, retomando la afirmación de más atrás: lo contrario de la igualdad es la desigualdad, no la diferencia.  Habrá unos estándares para los cuales sea fácil la comparación de esta igualdad: derechos fundamentales, acceso laboral y a la educación etc.… Hay otros aspectos en los que parece acentuarse la diferencia, impuesta o querida.  Para que ésta no oculte desigualdad deberemos reconducir esa diferencia a pruebas que validen su igualdad en la diferencia.

Para esclarecer hasta qué punto las diferencias pueden conllevar discriminación o no, en todos los ámbitos, resulta de utilidad responder a una cuestión sencilla. Hagamos la prueba. En cualquier esfera conviene 1. preguntarse quién hace qué, 2. ver si esos papeles son intercambiables y 3. si mantienen la misma valoración después de haber sido invertidos. Respondámoslo ahora aplicado al tema que nos ocupa. Las niñas juegan con muñecas, los niños con balones. La madre cuida de la casa, de los niños y de los ancianos, el padre trabaja. La mujer es secretaria, el hombre directivo. La mujer es seducida, el hombre conquista. La mujer es feligresa, el hombre pastor. Por fortuna cada vez estos estereotipos van transformándose, pero cuando lo que cada uno hace sigue siendo diferente y no intercambiable, entonces la diferencia encubre desigualdad y es por tanto una trampa engañosa. Probemos aún hoy a darle la vuelta: las niñas ya juegan al futbol, pero un niño que juegue con muñecas será marcado como afeminado. La mujer ya trabaja fuera del hogar, y además en una proporción abrumadora se ocupa también del cuidado de los dependientes -y de los independientes-. El número de mujeres directivas es sustancialmente menor que el de varones. La mujer ha logrado una amplia iniciativa e independencia en las relaciones amorosas y eróticas, pero aún así una excesiva desenvoltura, premiada en el hombre, será censurada en la mujer. Y mayoritariamente las religiones mantienen los puestos jerárquicos solo para los hombres. Asistimos a un acrecentamiento de la diferencia de roles de género en niños y adolescentes, y a un descenso del nivel de percepción de las jóvenes de lo que es una violencia estructural sobre ellas. De que los papeles no sean intercambiables, y de que los varones sientan como ataque los logros de las mujeres o su emancipación procede en casos extremos la violencia que éstas sufren, desde el menosprecio, la utilización de sus cuerpos, la pornografía, la prostitución, la violencia doméstica, la violación, e incluso el asesinato. Una agresión estructural, que, a la luz de las estadísticas, sigue manteniéndose año tras año. No comprendemos esta lacra si la conceptuamos como hechos criminales aislados; por el contrario, constituyen la punta del iceberg de una desigualdad real que impregna todo el tejido social, la independencia de unas trastoca completamente el universo mental de quienes han sido educados con el arquetipo viril del triunfador, y que palían su fracaso sometiendo al vulnerable.

Y se me dirá no todos los hombres son así, ¡por fortuna!, pero todos son seres heridos, a los que se les ha amputado su parte femenina, obligados a cumplimentar un modelo de masculinidad inalcanzable, que se ha dibujado con los rasgos del éxito y del superhéroe, cualquier fracaso será no solo una derrota personal, sino una mengua en su hombría. Para las mujeres, en cambio, formadas en un modelo de supeditación, todo logro  representa un desafío a su feminidad. Aún hoy el éxito profesional en las mujeres les resta atractivo amoroso, o les inocula un sentimiento de culpabilidad por el descuido de sus otras tareas tradicionales, ya sea la atención a los hijos, o el funcionamiento impecable de su hogar.

Y es aquí, en la plasmación concreta y cotidiana de la eufónica “complementariedad de los sexos”, donde anida la silenciosa gangrena, de miedos, agresividad, claudicaciones, que únicamente cuando estalla públicamente como una metástasis emponzoñada nos sobrecoge.

La paz no es únicamente un concepto geopolítico, comienza en un nivel mucho más primario: en la intimidad de nuestro ser, y uno no puede estar en  paz consigo mismo, si debe correr siempre en pos de unos estereotipos cuyo cumplimiento edulcorado no encubre sino dominación, si parte de una complementariedad amorosa que es guerra soterrada.

La intercambiabilidad de papeles no quiere decir que debamos ser todos idénticos, sino que, iguales y diferentes, debemos todavía reinventarnos.

La diferencia sólo es positiva, si no se nos recluye en ella como en una cárcel, aunque sea con barrotes dorados, si ésta no implica un  poder diferente, o la exclusión de éste, porque entonces la diferencia es dominio, por muy bellas palabras con las que queramos disfrazarla. Bien cierto que la desigualdad, históricamente ha beneficiado a unos en detrimento de las otras, pero no se trata aquí de culpabilizar a nadie, aquel que resulta beneficiado suele resistirse a abandonar sus privilegios, no percibe claramente  los costes que para él tiene también un modelo desigual. Pero este es un asunto que nos afecta a todos. Por ello es necesario que mujeres y hombres elijan sus diferencias, sean conscientes del corsé opresor y normalizador que les aprisiona cuando la diferencia se les impone desde fuera, por la costumbre, por la historia, por la naturaleza o aún apelando a un designio divino. Obtenemos así seres incompletos, inseguros, cercenados.

Los hombres y las mujeres somos diferentes, pero iguales en derechos, y es esta igualdad la que nos otorga una pareja dignidad.  Hemos construido un mundo, que, como los cíclopes, observa desde un solo ojo, y únicamente con dos la realidad podría empezar a verse de otra manera, con una perspectiva más completa. Si ello conduce a la paz global, ese es un tema que requeriría de más tiempo para tratarlo, lo que parece cierto es que la desigualdad es injusticia y ésta solo se mantiene por la opresión, que genera abuso y resentimiento, y ambos son enemigos de la paz, cuyo primer requisito es la justicia.

Muchas gracias.

Rosa María Rodríguez Magda

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